jueves, 23 de noviembre de 2023

Árboles de plástico

El mundo cambia con un simple click,
los calendarios son de barro,
los relojes viscosos antes que inflexibles,
el teléfono a mano es la seguridad
de que nada es seguro
porque hay siempre un mensaje a última hora.
Estar acostumbrada a que nadie me recuerde,
menos todavía entre scroll y scroll.
El terraceo es una religión
y como todas las religiones
te hace daño porque crees en ella.
El punk de los anarquistas celebra la implosión
y el rock proletario espera que las bajas sean mínimas:
por eso uno ansía el asalto a los supermercados,
el otro las banderas rusas en África,
mientras un turista espacial nos recrimina
ir a trabajar en coche a treinta kilómetros de casa
en la ciudad de los quince minutos.
Lo patético de un contrato
es su ser efímero en lo definitivo,
hoja al viento de una órbita minúscula.
Buscar un núcleo centrípeto y personal
en un alquiler miserable.
Repetir esta acción dos millones de veces.
Los jóvenes me deprimen porque son viejos;
los jóvenes de ahora son muy viejos.
Los adolescentes son la furiosa vanguardia
de una armada de tristes consumidores,
ya no muerden frutas, no trepan montañas,
prefieren erosionar el barrio
con amargura de anciano sin vuelta atrás.
Dos no se pelean si uno no quiere,
por eso una ejecución no es una pelea,
ni un contrato, ni perder tu vida
hasta las ocho de la tarde cada día
ni abrirte de piernas por un par de billetes.
Cada mañana eres Sísifo,
tan confuso que bajas al metro tu roca
en lugar de subirla a la montaña.
Nos aferramos a realidades que son imágenes.
Alimentamos árboles de plástico.
Respiramos algo que pensamos que es aire.
Habitamos un mundo que se justifica en sí.
Invertimos mapas y motores en seguir parados.
Vivimos en un reflejo.
Olvidamos todo por miedo a recordarnos.
No estamos aunque estemos.



.....

Que se adaptó así: