Una madre, inminente,
desafía al caballo del mar
no por deporte mas por miedo
al mañana que le crece dentro.
El surfista cabalga esas mismas olas,
siempre retorna intacto a la playa,
satisfecho de su triunfo caprichoso
de volteretas líquidas.
Con suerte la madre llegará
de rodillas
a la misma orilla,
satisfecha en dos partes,
aliviada por dos,
desbordada de alegría,
si tan sólo la espuma oscura
de esta noche
—sin luces de costa ni aguja de imán—
quedara atrás el tiempo justo,
el tiempo exacto.
Cuando entrar a una librería
fue una forma de fuga.
Cuando la utopía es amanecer
como en la infancia.
Desear adentrarse
en la dimensión ovalada que se adivina
tras las curvas de objetos cromados.
Cae el sol como arena y mercurio:
la ropa acusa su edad,
la piel se defiende,
avisa con voz acre
que vuelve el verano.
Sólo tolero el ruido y el sudor
lejos de casa,
lejos de este abismo de perderlo todo.
Sólo asumo este remedo de vida
arrancado del barro violento
cuando la huida es un parpadeo
y su fruto luminoso está asegurado.
El miedo aparece al estar en compañía,
la soledad es la fortaleza perfecta
contra la que embisten, yermas,
olas gigantes.
Han vuelto las abubillas,
las golondrinas,
y con ellas no vino al asfalto
esperanza alguna.
