Estoy segura de que los barcos anhelan
su propio náufrago al menos una vez en la vida
antes de naufragar ellos mismos, porque la belleza sólo
adquiere su sed bajo la curvatura de las miradas.
Quién necesita una bomba nuclear
cuando las miradas encierran todos los holocaustos,
porque encontramos en el ruido la expresión
definitiva del silencio y en otoño,
cuando todos los árboles son clavos
y alambre de espino.
Un cúter roto y sin hoja yace desnudo
con su verdad en el asfalto, abandonado.
Su historia cumplida, su línea trazada,
su duro trabajo y su severa hambre
de gaviota en días de viento
persiguiendo los pasos pesados del tractor;
todo en el polvo y el olvido,
camino del basurero.
Imposible escribir memorias
si de la infancia solo queda piel y un termómetro,
una palabra que pidió estar toda quebrada:
un anochecer, un bocata de tortilla tras una mani.
Cómo salvar esa distancia.
Y ¡qué afan de salvar la distancia!
Como por estar en peligro de extinción:
quizá porque sin ella no existiría el anhelo,
no saltaría de su nido el viaje.
Qué absurda insistencia en ese rescate
que nos marchita, en ese buscar una lágrima
ajena que justifique las nuestras.