Llegó el fin del mundo:
los idiotas siguieron encomendándose
al mismo Dios que los destruía,
cerrando así el error y la nada
más absolutos.
En realidad los castillos de arena
no son la metáfora,
sino el evento más clavado en lo real.
Son nuestras ciudades
las que se desmoronan ola a ola.
En los recuerdos infantiles
la nostalgia recoge animalitos
masacrados por diversión.
Algo no existe entonces:
o los niños o los adultos.
Qué bellos somos todos
sin excepción
con apenas veinte años.
Qué gilipollas también.
No hay un rincón favorito
para las vacaciones:
hay una esquina,
un poco más tranquila,
más soleada quizá,
en el patio de la cárcel.
Estar en el punto medio
por miedo a los extremos
al final de hace culpable
en cualquier coordenada.
La equidistancia es el epicentro
de la complicidad.
Para el tibio,
plantar cara es extremista.
Un tatuaje es una especie de epitafio.
Incluso la huida es algo de lo que queremos huir.
Sólo es genocidio si lo dice la tele,
si te lo pone enfrente un algoritmo.
El gran éxito en la geometría del socialismo
fue racionalizar el flujo de las necesidades,
poder encontrar el eje de mi bicicleta
en cualquier pequeña ciudad de provincias.
No sacrificar el momento y lo tangible
a un mar de posibilidades inciertas.
Dicen que la verdad está
en los borrachos y en los niños,
pero los borrachos son personas
deformadas, perdidas y dolientes;
y los niños disfrutan
torturando lagartijas.
¿Qué verdad es esa entonces?
Nos resulta mucho más fácil
para sentirnos vivos
vociferar como un simio
que guardar silencio
como un filósofo.
Lo que no consiguieron
en mi mundo las balas,
lo han conseguido los teléfonos.
Antes, a una,
los mineros paraban países.
Ahora sólo ocupan otro estante
en un inmenso supermercado
donde todos elegimos
marca blanca.
La juventud solo es una forma de ignorancia.
Los modernos de ahora se visten
como yonkis de los años ochenta.