El absurdo intento de superar la historia
desde un Starbucks.
Qué barricada podremos levantar
con un café aguado en la mano.
Más allá del borde del mundo
ha emigrado toda una generación
que sólo quería vivir donde se pone el sol.
Ahora es difícil que se pongan en marcha
los sótanos y los conciertos,
la calle está triste;
pero así es la guerra lejos de la guerra,
así son la fronteras lejos de otro país.
Nada es gratis, nada se lleva el viento
por más que soplemos velas
de cumpleaños impostados.
En el anillo de bulevares circulan tanques
aunque todos parecen taxis.
Y aunque estamos al borde de un abismo
no lo sabemos,
sólo queremos escuchar ese último eco
de lo que fuera resuena,
y quizá caigamos al vacío,
siguiendo el canto de las sirenas
que nos clavarían en la espalda
un nuevo tiralíneas
partiéndonos a la mitad, cruel y ciego,
rajando nuestras casas, lagos,
jardines de infancia, recuerdos.
Estamos a punto de rompernos
porque nos creemos indestructibles
como antaño;
porque pensamos que somos
demasiado grandes para caer,
porque confiamos en amigos
que nunca ocultaron sus puñales,
porque somos fáciles como una sonrisa
y apenas nos resta la entereza frágil
del primer hielo de octubre.
Seguimos un camino de baldosas amarillas
porque pensamos que realmente existe
la ciudad de Oz, porque creemos en la magia.
Y aquí sólo queda lo que siempre ha habido:
barro en otoño y primavera, ladrillos a la espera
de que alguien sueñe una casa abierta
pero cálida y segura.
Nada caerá del cielo salvo fósforo blanco,
bombas de racimo;
nadie regalará nada a quien espera
la lógica de los regalos mientras
se mueve a codazos por las aceras.
Por más que conspiremos
el universo no forma parte del plan;
el pan pesa más que un acorde;
un niño siempre estorba en el camino
de una perforadora;
qué demonios hacen las abuelas
que no mueren y dejan paso.
Mientras, sigue nevando:
apenas podemos abrir los ojos
a la ventisca.
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