Memoria muscular del frío.
Pasolini bajo cero.
Pasolini llamando burgués
a un muchacho que duerme
en las aceras.
Tres limones españoles
que se encuentran en Finlandia
tras visitar tres países diferentes.
El frío es el silencio de las estrellas.
No hay auroras boreales
en el café de las gasolineras.
El hielo lanza un martillo
bajo nuestros pies
y todo tiembla.
Un cuadro de fractales
va creciendo en la ventana
cada noche blanca
de luna blanquísima.
En el día la urdimbre del cristal
a modo de juncos de vidrio:
la desinfección gélida se extiende
con dedos de vapor.
¿Te seguirá apareciendo tan blanca
la nieve de Finlandia, Pasolini,
tras la India, tras los indios sucios
de la India en Ghana?
Desde el cementerio acolchado de nieve
se ve el abajo donde descansa el lago helado,
donde las cornejas despiezan peces abandonados.
El lago respira con su motor de vaho
en algunas heridas de bala
abriendo su cuerpo de agua.
Recorrerlo es sudor y un temblor
que avisa con un disparo ahogado
lo cerca que estamos de dejar de estar,
como una grieta de lápiz
sobre un lienzo que se repite cada año.
Y si cantas, habrá un cuchillo de hielo
sobre los juncos como ciudades rotas
de verano que no vuelve.
Hay un milano negro muerto y rígido,
grande como un glaciar,
frente a la puerta de una escuela
vacía por vacaciones.
Estas líneas no bajan la temperatura
de quien llegue a ellas,
no tienen preguntas sin respuesta,
no albergan nada especial
más allá de su propio frío
y su sol pálido que muere a las tres,
la luz rosada de unos abetos en negativo
que cortejan calles y calzadas
escoltando los pasos y su crujido de corcho.
Somos un bando de gaviotas al andar
sobre un mar de hielo roto en el horizonte
por un viento de oro sobre las cosas,
una especie de cuchilla ocre
fundiéndose en azul pastel.
Pasolini muerto en la nieve
como en la arena de Ostia.
Pasolini en el cielo pesado de grises
y Medea huyendo en la brisa gélida,
huyendo del tiempo de los ejércitos,
escapando de las hordas negras
de la Alianza Atlántica.
Pasolini oráculo del futuro en los ojos
del joven lumpenproletariado
que lo asesinó a patadas en los cojones:
profecía en la lengua cruel del olvidado
que derrapa coches
en cada espacio abierto del planeta
cada viernes, cada sábado a la noche,
porque lo dicta el mercado
de la globalización reaccionaria
que nos devuelve al pasado y su violencia.
Ver es creer, pero despacio.
Despacio como la nieve
y con la seguridad de un cielo
que no mute en el frío.
Pasolini recuerda a Calderón y España
en las orillas gélidas que crujen
y el lago es un tambor que suena a guerra
cuando los perros ladran
–seguros en sus cadenas–
a las puertas de Rusia.
Ahora hay un misil cruzando llanuras de nieve,
hileras de abedules congelados
y la guerra parte la materia del mundo
como se parte una granada de zumo carmesí.
La luz se ha ido cuando llega.
Aparece casi como un recuerdo de sí misma.
Como diciendo:
“Eh, esto podría ser; esto he sido.
Así me recordaréis,
acaso me soñáis así a veces.
A veces todo lo que soy es este no ser,
es todo lo que deseáis,
de tal modo que todo será perfecto,
todo sería tranquilo y podría dormir:
el tiempo parado sin explosiones,
bala alguna, gritos olvidados…
un caminar despacio
que no deje huellas de sangre en la nieve”.
Atrapamos el azul,
aferramos el azul aterido,
como si una mano fuera,
una oportunidad,
el saber un camino al azul,
tan pálido y glacial…
Asimos el azul como lo hace una nube:
el afán de olvidar y detener
los pasos y los besos,
esperando que no caigan las hojas
que ya han caído semanas atrás.
En la llanura helada se esconden fracturas
que no cubre el mercurio.
Pasolini podría aquí mirar bien a lo lejos
y seguir todo estando cerca y congelado.
Miramos un mundo gélido
con ojos donde tintinean perlas
de cristal blanco y opaco.
El paisaje es una cinta nívea, regular,
circula y oscila en horizontal,
discurre paralela al tiempo de los arrabales
de Roma o Milán a través de la ventisca.
En los copos de nieve como aves
raudas y breves
el mismo calor de las playas de Ostia,
el de la poesía de un objetivo y su óptica.
El golfo de Finlandia se cuartea
en una dermis blanca y crujiente.
Quizá haya algas entre las grúas,
al salir tropezando de las cafeterías,
al topar con la nieve sucia de coches,
al resbalar en la sangre
pegada a las ruedas de un Alfa Romeo en fuga.
El hijo de un padre bien colocado,
bien ribeteado en la columna italiana
de metal tan antiguo;
el hijo menudo y fibroso
que apenas arroja sombra
sobre una llanura de cáscara de huevo.
Apenas arroja sombra;
ese apenas arrojar es suficiente
para que tiemble el mundo
con su claroscuro tan sutil y quirúrgico.
La vida es una trilogía que cruza las edades
como una ráfaga polar sobre las aguas
que configuran esta meseta helada.
En esa suerte de imperceptible oscuridad,
que acaricia los rostros y adentro,
una prostituta huye del sol
para no proyectar su sombra.
Cuando cae la enésima capa alba,
la repetida nevada, la nueva helada,
los chicos del arroyo
—con sus vidas de violencia—
aunque no tienen zapatos
se deslizan colina abajo sobre la nieve,
aplastada como el cuerpo de Pasolini,
que quiso tanto los cuerpos jóvenes
en el frío antiguo.
Se dejan caer los jóvenes niños del lumpen
entre carcajadas y navajas
porque la borrachera dura
pero no lo suficiente,
aunque el sol rojo no asome
tras su mirada arrastrada y suicida,
sin metas, sin ciclos, sin solución,
sin pronóstico que no sea
una nueva jornada en el negativo
del termómetro y el celuloide.
Pasolini registra todo a treinta bajo cero,
todo queda guardado en sus pupilas
dilatadas mirando al cielo y a la tierra,
todo descansa en secreto para siempre
en su cuerpo que reposa tan desmenuzado
tanto en Karelia como en el Lazio.
Pasolini conoce la nieve que desconocemos.
Pasolini y la nieve siempre ya.
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