Insistís en llamar accidente
o mala suerte
o falta de esfuerzo y dedicación
a lo que es normativa
mecánica de un estándar.
Insistís en olvidar
que vuestro antiguo bienestar
se debía a la unión soviética
y el miedo que producía
en los oligarcas la posibilidad
del correcto funcionamiento
de la balanza.
Soy pesimista y así
intento no quedarme corto
para con la realidad:
un gran porcentaje de conductores
elige atropellar al sapo
que cruza el asfalto;
un mediano porcentaje
intenta esquivarlo
y un mínimo porcentaje
baja del coche,
lo coge con las manos
—ahora sucias—
y lo saca de la carretera.
Vivo en un barrio
de pequeños propietarios,
de pequeños burgueses fanáticos
—hasta la violencia—
del capitalismo;
y cuando el capitalismo sigue
sus dinámicas y sus caídas
periódicas al abismo
el miedo a ser proletariado
los devuelve a todas luces
a lo que siempre han sido,
a la fina línea
—que ya se desvanece—
entre el macarra y el criminal.
Os empeñásteis en tener calle
y os quedasteis sin futuro.
Niñas de catorce años comentan
entre carcajadas
cómo sus amigos se pegan
con los policías y les quitan la porra.
Y no por una causa
sino por un ego lesivo.
Es increíble
cómo una horda de analfabetos
intuyó y luchó
por un mundo más humano
hace ciento veinte años
y cómo hoy masas de individuos
con todo el saber posible
en un teléfono
abogan por ser analfabetos
funcionales e insisten
en ir hacia atrás,
volver a la barbarie.
Con la excusa de tener calle,
de ser de barrio,
calienta motores
el fascismo y la reacción.
Brillan como algo venenoso en la oscuridad,
y qué oscuras y yermas serán sus vidas
cuando terminen yermas y oscuras.