Últimamente solo abrir puertas
a guitarras, libros, comida.
Huir de esos vaivenes bioquímicosque antes adoraba.
Columpio que nos construía a roces.
Y así la Historia, la gente.
Un eco rebotando
bajo la piel donde la nuca
abraza el cráneo.
Reverberan los cielos de la infancia
escudriñados desde el patio del colegio,
azules, cartón de leche,
futuro celeste, añil,
el bloc de plástica,
vencejos atardeciendo
entre semana santa y verano,
el olor a cuadrícula de los exámenes,
el flúor del tiempo que empezábamos a intuir
cada viernes de neón, cada lunes de charco.
El sofocón de las carreras en la hora del recreo,
el cableado invisible de menudas figuras
hormigueando y vibrantes sobre el cemento,
como componentes de una placa base.
Ir y venir en parábola de grieta
cuando pretende orbitar hacia el futuro,
en este hacer por hacer, intentando cazar cambios,
siempre el presente en el que esforzarse.
Este interminable proceso
donde todo cambia para que nada cambie,
está dinámica de ganancias por rotura y garfio,
donde no hacer es el abismo que aterra
al tiempo de la obsolescencia programada
y el consumo a puntapiés.
Y que las cosas sean así,
que la gente sea así,
es la bala en la recámara,
el papel que corta.
Que sean así y nos obliguen así
a no ser cerca, a no querer saber nada.
Somos esos polígonos fabriles del tercer milenio
que acotan ciudades y fotografían el abismo,
lugares donde la última industria,
menguada se acurruca en una esquina,
lugares tomados por trailers y tristes miradas explotadas
que se afanan en la economía del humo, la nada, el virus.
Una red de bronquio roto,
en la que encargar cosas al vecino
es más difícil que traerlas de Alemania.
A mi casa llegan libros
tan buenos como un disco,
siempre listos para ser visitados
una vez y otra,
libros tan necesarios
que se repiten en las manos
como una canción favorita.
Páginas queridas
como una gastada casette de instituto,
refugios del tedio y el adiós diario.
Y el péndulo parte y tememos su vuelta,
cuando nos desnude.
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