En el pueblo de mi infancia
aquel jubilado
al que llamaban el portugués
había construido un enramado
de parras y sombra en su pequeña parcela
cosida a canales frescos que cantaban;
una suerte de miniatura de Venecia,
una red de agua tejida que
desbordaba con maravilla
la tarde tan pesada.
A mi imaginación de brote le parecía
cosa élfica, de sueño, mágica.
De aquello sólo queda una caseta,
creo que abandonada,
y un prado al que a veces llega
el eco de un juego
de niños en la plaza.
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