Cuando la gente duerme rugen las bestias;
las madrugadas ya no me arropan,
las madrugadas sólo me señalan,
me empujan a un búnker.
Así es: siempre entre las ruinas grises
relucen con más color las medallas de la guerra.
Frente al asesinato un almendro florido,
como si así cambiaran las cosas.
Escapar del abismo escribiendo entonces,
suerte de liebre y su nube rápida
pero condenada huyendo del galgo:
versos inútiles como querer llegar al mar.
Para qué necesita el ciempiés tantas patas
si no puede escapar de su propio veneno.
Tengo tanta sed como un cielo que muere.
Tenemos un horizonte de cuchara.
En las noches se dispone una caja redoblando
en el centro de mi pecho con su eco en mi nuca;
en los días cruzo campos saltando
sobre las cuerdas destensadas
de las primeras hormigas de la primavera.
Hubo una época en la que parecía posible
escapar del mundo de vientre en vientre.
Hubo una época en la que cruzar Madrid
era remar sin miedo en una barca diminuta
entre colosales olas, como volcanes.
Si en Madrid hay cormoranes y gaviotas
por qué no ha de haber playas y océanos
y nuevas tierras por descubrir.
Pero es inútil querer refugiarse
en las selvas y costas
buscando una paz determinada,
imposible entre los cadáveres de hijos
despeñados de sus nidos por su propia madre.
Los propósitos de año nuevo explican nuestro fracaso.
Hay un propósito de año nuevo
en cada verso que comenzamos
y en cada uno de sus finales posibles
se cierra el ciclo de la derrota
sobre el que construimos pequeñas victorias.
Ser poeta es igual a abrir o cerrar espacios
o ignorar su mismo concepto.
La poesía lo es todo y es nada.
La poesía de Schroedinger.
Incomprensible como cualquier gato y su absurdo.
Inescrutable al igual que este corazón
de caida pesada de maza en bombo,
atrincherado y triste,
que no espera otra cosa de la mañana
que recogerse de nuevo al anochecer
—asustado y sin plan de ruta—
cuando rujan las bestias.
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