Esta inercia es lo habitual.
Este no hacer nada
que a veces vale más que hacerlo todo,
que a veces hace de mis silencios
un golpe de nada cómplice,
una tácita aceptación
de lo ínfimo con ínfulas de cósmico,
con afán de regla divina.
Y es que por justificar la ausencia
de la propia voz
hemos llegado a crear dioses
que no son sino otras palabras
hinchadas por el miedo.
He gastado un millón de ellas
que siguen diciendo menos que
el silencio obligado
a este esfuerzo inútil del ser,
porque, igual que el esfuerzo de vivir
sólo vale en ese esforzarse,
preferimos creer, de puro terror,
que si hay detrás una voluntad de trabajo
el vacío deja de serlo.
Nos resulta insoportable
que la nada no la dicte nadie.
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