Estamos acostumbrados
a empequeñecer bajo un cielo estrellado
que pensamos inmutable,
que pensamos nos observa
desde hace miles de años.
Estamos acostumbrados a esa gran mentira:
el cielo que vio Pitágoras
ha cambiado desde entonces para siempre,
se le han muerto estrellas,
le han brotado otras;
el cielo es un cementerio de luceros
cuyos fantasmas brillan muy lejos todavía.
Un rumor de astros
que nacen y mueren y a nadie importan,
que demuestran en su tragedia sin registro
que es sólo el cambio lo inmutable.
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