martes, 3 de septiembre de 2019

Que nuestras vidas sean tan efímeras...

Que nuestras vidas sean tan efímeras
no evita la explosión que habitamos.
Que nuestro respirar sea apenas
un chispazo fugaz, inadvertido,
no borra este derrumbe sin pausa.
Que nuestro grito sea apenas un grano
de arena coronando una montaña
no frena el seísmo que la quiebra.

Así el instante deviene pausa bajo la lente.

Y es por esa capacidad de observación,
ese saber de las cosas en la lejanía más inmediata,
esa conciencia en la separación del mundo,
es por eso que acabar con una vida inocente
es el mayor fracaso posible.

Y es algo cotidiano, múltiple.

Es por eso el desplome del todo,
porque nuestro minúsculo universo caído
asume la esencia del curso que nos ignora
abandonándonos en la orilla del meandro.

Somos una gran aglomeración de arañas,
escorpiones y milpiés ayudándose a morir con furia,
escribiendo picotazos de generoso veneno
y dentelladas que desgarran el alba.

Y todo ello (hay que insistir):
apenas una centella que brilla 
débil y perecedera, imperceptible al ojo del cosmos
en la estela de un cometa eterno y sin rumbo.

La vida en este planeta lucha contra sí misma
y somos sus armas, cuchilladas de pandemia.

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