En el amor de los cuerpos me basta
el estigma de mi mano
y el segundo lenguaje tan críptico
de los objetos directos e indirectos.
Con ello comprender por lógica
de lo cercano imposible la esencia
que vertebra el fracaso global y colectivo.
Cuando tú ves una montaña
yo veo un alejarse, un esconderse,
una razón última para interponer
entre nosotros (todos vosotros y yo),
aún más montañas.
Colocaré en equilibrio, con triste voluntad,
una cima sobre otra, una escalera de picos
para encontrarme todavía más lejos,
más sordo a vuestros delirios,
hacer de vuestras calles el árbol
que al caer no produce ruido alguno.
Aunque haya fiestas en la luna,
inmorales y embrutecidas,
todo me dará igual:
sé que moriréis del mismo modo.
Aunque esta noche tenga
una luz tan especial
que no acabe en sus estrellas,
no seré nunca salvo
cálida hebra en la madrugada,
donde la música repita
lo que tanto se lleva esperando;
aunque haya en esta noche palabras
que sólo podían haberse dicho
mientras se dormía o antes de nacer
o en algún libro que no hubieras leído…
Y aunque esta noche fuera perfecta,
de verdad sola en su ser,
sin repetición posible…
también acabaría su cadáver hinchado
tarde o temprano devuelto por las olas,
sin reparo del mar.
En el amor del mundo la noche es grave
como un verano que finaliza.
Me basta ver amanecer para saber
que la luna volverá con su peso,
y por ello no dejaré de buscar otras montañas
donde la gramática sea diferente.