domingo, 26 de diciembre de 2021

1978; paloma de juguete en la noche de Valencia

No consigo envejecer como dios manda

y me compone un puzzle grotesco de acné,

rodillas gastadas y terrores nocturnos.

Alcanzo ese momento implacable

en el que los achaques pesan tanto como los recuerdos.

Me roza el monstruo dulce y blando de la edad


y me niego a tomar parte en rebeliones contra la rebelión.

En esta cruenta guerra abierta entre píxel y palabra

el elemento más letal y destructivo es la anécdota

resumida en un gif.

Vivimos en el fracaso del doctor Frankenstein,

en el triunfo obsceno de Google, Amazon y Uber.


Habitamos como ovejas el sueño del psicópata:

un mundo de replicantes sobre los que arrecia

sin castigo la tormenta de cuchillas

y donde sin embargo el tedio se acaba instalando

victorioso.

Sentimos el terror definitivo, el terror extremo:

el giro del viento solitario tras la máscara vacía.


Creerse un lobo de las finanzas pero ser

un cangrejo que retrocede tan asustado como el resto.
Saber que todo ha fracasado

cuando incluso la victoria alberga el miedo.

Cómo sentir nada propio si todo está de paso,

si es imposible apropiarse de los días,


si ni tras la muerte te libras de la garra

del dios avaricioso de los banqueros.

Corremos furiosos sin destino

como el conductor idiota que se enfrenta a la niebla

y lo paga con sangre.

Ay, este deslizarse sin conciencia de hacerlo hacia la vejez

pero mal, cada vez más joven y más enfadado.


Estoy más cerca de la muerte que de mi infancia

y sé que mi destino en apenas un par de lustros

será ser una mancha opaca como aquella noche en Valencia,

en brazos de mi madre, borrosa y desdibujada,

cuando una paloma de juguete que desafiaba las plazas

me abrió un mundo de maravillas confusas.


Casi nunca centro en la muerte mis líneas

porque estoy demasiado ocupado en burlarla

durante el tiempo que me resta;

no significa esto que me atemorice: significa

que escapo de su control y navego satisfecho en una balsa

de recuerdos que son un látigo de sal.


Quién quiere la inmortalidad que de nada sirve

en un mundo muerto, una eternidad esperando momentos

de perfección como perfecto es cualquier cielo cubierto de nubes,

momentos sin horarios en relojes, ni relojes en paredes,

ni citas en el calendario.

Me centro en hacer del mundo un anillo y de la noche lecho


y de la mañana un suspiro y de los pasos, hechos,

porque cuarenta y seis inviernos siguen siendo muy pocos veranos

y cada verano es demasiado doloroso para una simple boca.

Absurdos los números, absurdas las matemáticas

que rompen toda lógica pues al sumar tus cuarenta y cinco

y mis cuarenta y seis todo huele a adolescencia.


Escucho en la noche de las autovías

crepitar los pulmones rotos de las ciudades.

Lenta agonía inadvertida y resignada;

todo lo que alcanzo a ver y verbalizar son expresiones

de algo moribundo que no me dejará ni en la tumba.

Sé que a más de uno le encantaría que yo desapareciera,

pero la verdad es que aún me queda mucho odio

acumulado en mi sangre que fermenta.


Por eso no me marcho, aunque mi viaje nunca acabe,

porque quizás perderse sea la condición indispensable del camino perfecto.

Siempre me queda la duda de si el caballo que corre por la pradera

puede comprender el océano, porque creemos vivir en el ritmo de las mareas

pero solo subsistimos bajo los dictados del tsunami.

Me hago viejo; pero siempre que huele a jara,

siempre que huele a hierba seca y mojada

siento que he llegado a casa; es la única reacción cabal

a esos momentos en que escucho palabras ajenas

y asumo que no tengo rincón propio en el planeta.

 

 

 





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