No consigo envejecer como dios manda
y me compone un puzzle grotesco de acné,
rodillas gastadas y terrores nocturnos.
Alcanzo ese momento implacable
en el que los achaques pesan tanto como los recuerdos.
Me roza el monstruo dulce y blando de la edad
y me niego a tomar parte en rebeliones contra la rebelión.
En esta cruenta guerra abierta entre píxel y palabra
el elemento más letal y destructivo es la anécdota
resumida en un gif.
Vivimos en el fracaso del doctor Frankenstein,
en el triunfo obsceno de Google, Amazon y Uber.
Habitamos como ovejas el sueño del psicópata:
un mundo de replicantes sobre los que arrecia
sin castigo la tormenta de cuchillas
y donde sin embargo el tedio se acaba instalando
victorioso.
Sentimos el terror definitivo, el terror extremo:
el giro del viento solitario tras la máscara vacía.
Creerse un lobo de las finanzas pero ser
un cangrejo que retrocede tan asustado como el resto.
Saber que todo ha fracasado
cuando incluso la victoria alberga el miedo.
Cómo sentir nada propio si todo está de paso,
si es imposible apropiarse de los días,
si ni tras la muerte te libras de la garra
del dios avaricioso de los banqueros.
Corremos furiosos sin destino
como el conductor idiota que se enfrenta a la niebla
y lo paga con sangre.
Ay, este deslizarse sin conciencia de hacerlo hacia la vejez
pero mal, cada vez más joven y más enfadado.
Estoy más cerca de la muerte que de mi infancia
y sé que mi destino en apenas un par de lustros
será ser una mancha opaca como aquella noche en Valencia,
en brazos de mi madre, borrosa y desdibujada,
cuando una paloma de juguete que desafiaba las plazas
me abrió un mundo de maravillas confusas.
Casi nunca centro en la muerte mis líneas
porque estoy demasiado ocupado en burlarla
durante el tiempo que me resta;
no significa esto que me atemorice: significa
que escapo de su control y navego satisfecho en una balsa
de recuerdos que son un látigo de sal.
Quién quiere la inmortalidad que de nada sirve
en un mundo muerto, una eternidad esperando momentos
de perfección como perfecto es cualquier cielo cubierto de nubes,
momentos sin horarios en relojes, ni relojes en paredes,
ni citas en el calendario.
Me centro en hacer del mundo un anillo y de la noche lecho
y de la mañana un suspiro y de los pasos, hechos,
porque cuarenta y seis inviernos siguen siendo muy pocos veranos
y cada verano es demasiado doloroso para una simple boca.
Absurdos los números, absurdas las matemáticas
que rompen toda lógica pues al sumar tus cuarenta y cinco
y mis cuarenta y seis todo huele a adolescencia.
Escucho en la noche de las autovías
crepitar los pulmones rotos de las ciudades.
Lenta agonía inadvertida y resignada;
todo lo que alcanzo a ver y verbalizar son expresiones
de algo moribundo que no me dejará ni en la tumba.
Sé que a más de uno le encantaría que yo desapareciera,
pero la verdad es que aún me queda mucho odio
acumulado en mi sangre que fermenta.
Por eso no me marcho, aunque mi viaje nunca acabe,
porque quizás perderse sea la condición indispensable del camino perfecto.
Siempre me queda la duda de si el caballo que corre por la pradera
puede comprender el océano, porque creemos vivir en el ritmo de las mareas
pero solo subsistimos bajo los dictados del tsunami.
Me hago viejo; pero siempre que huele a jara,
siempre que huele a hierba seca y mojada
siento que he llegado a casa; es la única reacción cabal
a esos momentos en que escucho palabras ajenas
y asumo que no tengo rincón propio en el planeta.
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