Estoy en un lugar que es un rompeolas
en mitad de Castilla,
aunque las olas rompen
también
donde no podemos palpar forma alguna.
Si afino el oído y filtro mil motores
podría escuchar cómo reverbera el círculo
de poetas que pisara estas luces y sombras
hace un siglo, esta casita blanca.
Machado, tu nombre es agujero de gusano
que transporta un mundo a otro tiempo
y un tiempo a otras nubes.
Desde aquí veo la llanura.
Sobre un espejo acusador de sangre reposan
los cuerpos abiertos de una mujer embarazada
y de una ternera;
de su abdomen como una puerta escapa confusa
la primavera que se ve abortada en invierno.
En otro plano
al fondo
se alza la más maravillosa torre de catedral
y su campanario llama
—brillante como una cuerda de peces voladores—
a la plegaria que anhela un futuro sin mancha.
El desierto se extiende,
se construye de voces doloridas,
certezas sin asideros.
Pasa la tarde con el peso de la historia.
Observo la planicie
donde quedarán enterrados todos los oropeles,
todos los platos inalcanzables;
conformaremos un humus de materia única
en el que será imposible distinguir los huesos
y los sacrificios,
el puñal en la espalda y el sacrificio,
los besos y los sacrificios;
seremos mantillo de contradicciones casuales.
Vuelvo a Segovia y su último arco del acueducto;
apenas llega al metro pero es capaz de tragarnos,
hacernos pasar por su aro
como un deslizamiento de ladera,
pues a fin de cuentas qué somos
sino los granos de arena de la historia.
En los nichos hundidos en roca
del cementerio hebreo
—siluetas que pierden
su forma y su memoria
con el minucioso quehacer del paso del tiempo—,
está el alfabeto que nos explica.
Las carreteras de prisa sin sentido
escupen su furia en cada tumba.
Hay un imbécil
derrapando su coche de imbécil
su bemeuve de imbécil,
bajo el acueducto de Segovia.
Una fuente anciana
ennegrecida por el beso del agua
y lo imparable de cien otoños
resiste en su silencio de granito
al pus brotado con furia idiota
de un coche reguetonero con alerones.
Una moto sin escape intenta su ariete inútil
contra el muro centenario de una biblioteca.
Gente obesa con chándal de tobillo al aire
resoplando por las cuestas de Segovia,
buscando un restaurante que apareció en masterchef,
preguntando al robot de Google,
investigando reseñas de usuarios.
A veces pienso que Segovia está muerta,
que se se desangra por su arteria llena de franquicias;
por sus esquinas de callejuelas de arena fluyen
los contenidos del prime time televisivo.
A veces siento que es una ciudad sin vecinos
y que mi paseo por sus paseos
es sólo una forma de consumo.
Se acaba el día, avanza la tarde última en Segovia,
hay un eco de lágrimas pues el tiempo es inaprensible.
Se acaba el día, cae la tarde con un peso frío;
me alejo del centro de Segovia, convencido
de que todas sus calles terminan en el mar.
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