Para no romperme
pienso el mundo como un grano de arena
de los que vaciamos en las botas,
un cúmulo de pequeñas nada de pelusa
al fondo de los bolsillos,
que sólo crea ilusiones en la punta de los dedos,
fantasma de algo intangible.
El planeta como la cosa más nimia
y prescindible del universo.
Cuanto más pequeño, menos recuerdo
el tamaño de las hostias que recibe,
menos recuerdo que la maldad es algo acaparado
con ansia en manos humanas,
y que sólo existe la tristeza sin salida,
porque escucho a los vecinos
muriendo y matando tras los tabiques.
El ábaco de la historia está estropeado,
desconchadas sus cuentas.
El sufrimiento no se acumula de generación en generación.
El sufrimiento no compra porvenires,
sólo genera el banquete obsceno de unos pocos
y agita el mar de arterias rotas de los muchos.
No veo diferencia entre la mirada
de la oveja bajo la cuchilla
y la del alienado que se maravilla
del sable cruel que corta las nubes,
la afilada torre del jeque,
alfil de diamante con sangre en sus raíces.
Oscilamos en nuestro ser invadiendo las sombras
de la víctima voluntaria o el asesino discreto.
Ante la mínima duda el hombre
siempre se abalanza en abrazo
sobre su forma de bestia, pues todo es más fácil
cuando fluye la sangre ajena,
todo es más fácil cuando resumimos el mundo
en una suma infantil y total.
Y pretendemos volar
aunque sea un techo lo que nuestros ojos ven
al despertar con insistencia cada mañana.
Vivimos en un mundo en el que lo normal
se considera extraordinario, y lo cruel,
la normalidad.
No negaré que todo nuestro edificio es polvo
y ceniza en espera;
no negaré que esa espera alimenta la clepsidra
que gota a gota de sangre borra
todas nuestras bocas.
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