Cada vez soy más pasota,
sólo me interesan mis caminatas de jubileta.
Ya no follo más por no dar vergüenza ajena.
Me cruzo con gente que pasea a los perros
y sólo saludo a los animales porque creo
definitivamente que son una criatura
mejor que toda esta ciudad incapaz
de entablar conversaciones sin beneficio.
Ya no sé distinguir en este plasma sanguíneo,
en este flujo de venas, quiénes somos
los leucocitos o glóbulos rojos,
las plaquetas,
quiénes son los elementos extraños
cruzando vasos capilares.
El frío y lo gris alejan el riesgo.
Al mal tiempo, buen silencio.
Al buen tiempo, mala gente.
Hay que irse lejos,
lejos donde el eco no encuentre eco,
lejos donde la sombra siempre sea mínima,
lejos donde los caminos no sean trampas
ni sus siluetas lejanas amenacen
de sangre nuestra orina.
Hay que irse lejos de este aquí
donde la peña exige a sus gobernantes
que solucione la mierda que siembran
sus propios hijos,
mierda que asumen y votan sin falta
cada cuatro años de sarna con gusto.
Lejos de este aquí donde hay una palabra
que nadie escucha,
que nadie dice,
que todos obedecen.
Lejos de este aquí cada vez antes,
cada vez más rápido,
cada vez más urgente sin motivo,
como intentando salvarse
en la feroz carrera de seguir cayendo.
El mundo es un árbol confundido,
con raíces en las estrellas
y una copa de frutos desnudos,
podridos, disparándose
semillas yermas entre sí.
La felicidad es una lejana casa sin vecinos
su escalerita al sol a cuyos rayos
la perrilla con ojillos cerrados
sonríe.
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