sábado, 5 de febrero de 2022

Hay que irse lejos

Cada vez soy más pasota,

sólo me interesan mis caminatas de jubileta.

Ya no follo más por no dar vergüenza ajena.

Me cruzo con gente que pasea a los perros

y sólo saludo a los animales porque creo

definitivamente que son una criatura

mejor que toda esta ciudad incapaz

de entablar conversaciones sin beneficio.

Ya no sé distinguir en este plasma sanguíneo,

en este flujo de venas, quiénes somos

los leucocitos o glóbulos rojos,

las plaquetas,

quiénes son los elementos extraños

cruzando vasos capilares.
El frío y lo gris alejan el riesgo.

Al mal tiempo, buen silencio.

Al buen tiempo, mala gente.

Hay que irse lejos,

lejos donde el eco no encuentre eco,

lejos donde la sombra siempre sea mínima,

lejos donde los caminos no sean trampas

ni sus siluetas lejanas amenacen

de sangre nuestra orina.

Hay que irse lejos de este aquí

donde la peña exige a sus gobernantes

que solucione la mierda que siembran

sus propios hijos,

mierda que asumen y votan sin falta

cada cuatro años de sarna con gusto.

Lejos de este aquí donde hay una palabra

que nadie escucha,

que nadie dice,

que todos obedecen.

Lejos de este aquí cada vez antes,

cada vez más rápido,

cada vez más urgente sin motivo,

como intentando salvarse

en la feroz carrera de seguir cayendo.

El mundo es un árbol confundido,

con raíces en las estrellas

y una copa de frutos desnudos,

podridos, disparándose

semillas yermas entre sí.

La felicidad es una lejana casa sin vecinos

su escalerita al sol a cuyos rayos

la perrilla con ojillos cerrados

sonríe.


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