Curré en la cocina de un restaurante,
una franquicia habitual en televisión,
y aquello era un putiferio,
una narcosala al cerrar el servicio.
En la mañana helada,
yo subía andando todo
Prado y Recoletos desde Atocha,
escoltado por atascos bidireccionales;
abría la puerta del almacén
siempre bañada en meados
nocturnos de borracho,
algunas veces brillaba como el oro
bajo las farolas
cuando el termómetro descendía
lo suficiente para vestir de diamante
los cubos de basura.
Abría la puerta al amanecer digo,
esperando ver al jefe de cocina
dormido entre las mesas de la sala
con su mano soñando arropada
por las piernas de una camarera.
Aquel hombre caía simpático,
siempre nos cambiaba el turno
si lo necesitábamos.
Simplemente, muchas noches
no quería volver a casa,
besar a sus niñas en la madrugada,
escuchar respirar a su mujer en sueños;
se había equivocado tanto
y sólo huía hacia delante.
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